COLECCIÓN: LOS MITONES ROJOS
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VICKY GASTÓN PRADA
Victoria Gastón Prada nació en Agurain-Salvatierra, Álava. Lugar donde reside en la actualidad.
Diplomada en Trabajo Social, licenciada en Derecho y abogada ha desarrollado su carrera profesional en diferentes departamentos y servicios del Ayuntamiento de Vitoria-Gasteiz.
Las leyendas e historias escuchadas en su infancia, en un pequeño pueblo de Sanabria, Trefacio, al noroeste de la provincia de Zamora, en la raya con Galicia y Portugal, han marcado de forma indeleble su amor por los mundos mágicos que se esconden en los ríos, bosques y lagos, y cómo no, en los camposantos, preventorios olvidados y edificios abandonados a su suerte.
Su debut tuvo lugar en tiempos de pandemia, publicando semanalmente en redes sociales relatos para entretener el encierro, dando con ello origen a su primer libro de cuentos, EL LADRÓN DE VELETAS Y OTROS RELATOS, que ha alcanzado su segunda edición.
En el año 2023 publica su segundo libro de relatos, CUENTOS DEL NOVILUNIO, un compendio de cuarenta relatos breves.
Con EL ÁLBUM DE LOS MUERTOS debuta como novelista: aventuras, viajes y encuentros entre mundos forman parte de ese universo onírico y mágico, presente ya en los cuentos publicados.
Es miembro de la asociación Krelia y de la Asociación de Escritores y Escritoras de Euskadi.
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DIVERTIMENTOS
Desde el centro de la Plaza de la Virgen Blanca, sentada a los pies del monumento a la batalla de Vitoria, con heridos, muertos y pendones abatidos sobre mi cabeza, escudriño a los escasos paseantes de la tarde fría de invierno.
Envueltos en sus gorros y bufandas, con los cuellos de los abrigos, invariablemente negros, subidos hasta tapar las orejas, se confunden entre ellos y es imposible distinguir, como en verano, los rostros, las facciones o algún rasgo que me inviten al juego. Así que tengo que elegir al azar.
Sin quererlo, mi mirada se cruza con los ojos esquivos, casi temerosos, de un individuo de mediana edad, más próximo a la edad de jubilación que a la cuarentena; ni alto ni bajo, en la media de su edad y tiempo; su chambergo apretado deja adivinar una incipiente barriga y el gorro, mal puesto, sin gracia ni estilo, permite entrever las entradas de su calva. En su mano, un portafolio marrón y un móvil que mira a intervalos, con impaciencia.
Me levanto despacio y le sigo. Sube con trabajo las escaleras de San Miguel, desde la balconada, al lado de Celedón, mira hacia abajo y me ve. No me importa. No me escondo.
Sigue ascendiendo los escalones hasta la plaza del Machete y después, tomando aliento, trepa por la escalinata de Villa Suso hasta la plazuela del Gaztetxe, luego se encamina hacia el depósito de aguas y bajando por el Cantón de San Francisco Javier llega a la Cuchillería, la Kutxi de hoy.
Antes de doblar la esquina mira receloso hacia atrás y me ve, lo miro y le sonrió, y acelera el paso, luego, en un intento de escaqueo, entra en un bar y yo entro tras él.
Pide una copa de algo que en la distancia no llego a entender; me mira desde el fondo de la barra, se quita el gorro y veo su pelo ralo, apenas una pelusa despeinada; con un pañuelo arrugado se seca el sudor frío de la tarde fría; bebe de prisa, con ansia, sabe que lo persigo, pero no se atreve a preguntar el porqué; la verdad es que yo tampoco lo sé, esto es solo un inocente divertimiento, pero es posible que él ya lo sepa o cuando menos lo intuya.
Sale del bar y se esconde entre la gente que, poco a poco, va llenando la calle para el poteo de la tarde: estudiantes sin clase; inmigrantes de todas las razas; restos deslavazados de tribus urbanas del pasado siglo; jóvenes con revoluciones pendientes revestidos de tatuajes; viejos de los de siempre, con el cigarro entre los dedos amarillos por la nicotina; viejos y viejas recientes, pulcros y estilosos, con clase…; le doy ventaja, me escondo y dejo que piense que me ha despistado.
Avanza cauteloso, de vez en cuando mira para atrás y acelera el paso; deja la Kutxi por la calle Txikita y subiendo por la calle Santa María le alcanzo de nuevo en la plaza de la Burullería; en la vieja catedral, siempre abierta por obras, el reloj da las nueve de la tarde-noche, y Ken Follet mira, entre pensativo y acusador, desde su atalaya; enfrente, la puerta abierta y oscura del Portalón parece la entrada al averno, mientras, el viento Norte ulula en los cantones de la Soledad y del Seminario, entrando en los cerrados caños.
Gira la cabeza, me ve y, de pronto, echa a correr por la cuesta, como si le siguiera el diablo; baja a trompicones y llega hasta el Portal de Arriaga, se detiene doblado sobre si mismo, sin aliento; en la carrera ha perdido el gorro y la cartera.
Le hago un gesto tranquilizador con la mano, pero él me mira, luego mira el móvil e indeciso corre de nuevo buscando escapar de no sabe qué…
Sigue corriendo calle abajo y, atajando por Molinuevo, se pierde en el Parque del Norte, casi desierto a estas horas de la noche; lo cruza sorteando los jardines, los matos y los árboles y, tropezando en la acera, sale a la calle Reyes Católicos, frente a la gasolinera ahora sin gente.
Lo miro desde la acera de Simón de Anda y voy a su encuentro con mi capa al viento.
Aterrorizado, cruza la calle sin mirar y entonces, sin esperarlo, se produce el accidente: el frenazo del coche retumba en la noche ya cerrada y el golpe lo lanza por los aires, en un vuelo alto y corto; cae desmadejado como un muñeco roto sobre el asfalto. El conductor, asustado, pisa el acelerador y huye a todo gas y, por un momento. nos quedamos los dos solos en la noche cerrada.
Me agacho, lo abrigo con mi capa y le digo que no se preocupe que ya he llamado a la ambulancia, que llegarán enseguida. Me aprieta la mano y en un susurro me pregunta, por qué, le sonrío, le contestoque no lo sé…, pero tal vez el sí lo sabe.
Suspira, cierra los ojos y ya no los vuelve a abrir.
Cuando llegan, los servicios médicos solo pueden certificar su muerte. Cubierto por una manta de plata se lo llevan a la morgue; cuento a la policía lo que he visto desde la acera, describo el atropello y el conductor y, como buena ciudadana, le doy el número de matrícula del vehículo que oportunamente he apuntado.
Luego, con la conciencia tranquila, con el deber cumplido, me encamino hacía casa. Al final se ha hecho tarde, muy tarde y, seguramente, la gata, en casa estará ya enfadada y hambrienta.
Me tomo el último vino en la Unión y me retiro a descansar: mañana sabré el desenlace de mi divertimiento y pondré cara al presunto culpable que no pudo escapar.
Salvatierra a 2 de enero de 2024
Victoria Gastón Prada